Comentario sobre François Marín y su película francesa “La clase”.
François Marin (François Bégaudeau, profesor y autor de la novela en la que se basa la película y que aquí se representa a sí mismo) es profesor de francés de alumnos de 13 y 14 años en un barrio multicultural cuyos residentes más célebres reposan en el famoso cementerio del Père Lachaise – desde Molière o Baudelaire hasta Jim Morrison. Abierto y dialogante, tiene un talento notable para improvisar, para hacer que los alumnos se sientan a gusto y participen de igual a igual, pero en ciertas circunstancias tropieza con el rechazo, la indisciplina, la insolencia e incluso la rebelión. Su preocupación por no excluir y a la vez querer mantener la disciplina es un desafío continuo que puede desmotivar incluso al más experimentado, o provocar una reacción fuera de lugar con consecuencias graves.
Entre les murs son 25 personas forzadas a estar juntas y, por tanto, a socializar les guste o no. Cantet proporciona un contrapunto desvelando también qué ocurre en la sala de profesores dónde la motivación, el desánimo o la derrota están al orden del día. La vida escolar transcurre además punteada cada trimestre por “consejos de clase” – en los que los profesores se reúnen para discutir las notas obtenidas por cada alumno – y excepcionales “consejos de disciplina” a alumnos perturbadores que se juegan el ser expulsados.
Los alumnos discuten, murmuran, se giran, mandan sms, se pelean, desafían a la autoridad, cuestionan, se afirman como personas, e intentan hacerse un hueco en este microcosmos de la sociedad. Y las distintas cámaras que han permitido filmar simultáneamente la espontaneidad de los gestos del conjunto como lo que ocurre del lado de la pizarra o de un alumno en concreto, transcriben la realidad del año escolar condensado, eso sí, en dos horas de momentos intensos y significativos.
Prestar atención a lo que acontece en el aula permite hacer un diagnóstico adecuado y a largo plazo sobre el futuro de un país, cosa que los gobiernos tienden a descuidar ya que los frutos del esfuerzo no son inmediatos y, en cualquier caso, exceden la legislatura además de que las decisiones dependen sobremanera del color político y se conciben lejos del campo de batalla. Afrontar la problemática de la educación actual es tarea pendiente e imprescindible, incluso todavía más en tiempos de crisis. Cantet es muy consciente de ello y retoma la senda que Nicolas Philibert emprendió con el maravilloso documental Être et avoir –Ser y tener- en 2002. Entre les murs abrirá los ojos a muchos y sí, es sin duda una película-documental indispensable.
Despierta envidia cómo el cine francés ha sido capaz de hacer de los problemas del sistema educativo el eje central de algunas de las cintas más interesantes de los últimos años (“Hoy empieza todo”, “Ser y tener”). Sobre todo, cómo las diferentes aproximaciones comparten una mirada que intenta rehuir los clichés para enfocar su lente sobre los profesores y su relación con los alumnos. Ya ocurrió en la segunda de las mencionadas, pero esta capacidad de escrutar lo que sucede dentro de un aula es llevada al extremo en “La clase”: las escenas que transcurren fuera de ella son muy pocas, y casi inexistentes las que suceden fuera del instituto. No hay propiamente una línea argumental, una historia convencional con principio, nudo y desenlace. Comienza con el primer día del curso y termina con el último, pero lo que sucede entre medias no es tanto la crónica de un avance, de un aprendizaje, como el relato minuto a minuto de una lucha constante de un profesor que cree en la enseñanza sin castigos, y un alumnado compuesto por un aluvión de chicos de múltiples procedencias étnicas y que, en algunos casos, ni siquiera son capaces de expresarse correctamente en francés.
Por todo ello, la película decepcionará a quien busque una narrativa en la que, además, se ofrezca un respiro en el que conozcamos hechos de la vida cotidiana del protagonista, el profesor real que escribió el libro original sobre sus experiencias y que fue base del guión. Pero, sin duda, disfrutará quien quiera presenciar en primera fila un combate constante, en el que este maestro no puede bajar la guardia en ningún momento para así evitar caer en las trampas que constantemente le tienden sus pupilos, buscando la manera de interesarles en el estudio de materias que, asumen ellos, no les servirán de nada (memorable el momento en el que los chicos protestan por tener que aprender a conjugar en subjuntivo, una pérdida de tiempo porque “ya nadie habla así”).
Esa lucha incesante hace que, si uno entra en el juego, asista a la sucesión de instantes arañados del curso escolar con la sensación de estar siempre rozando la catástrofe (no es de extrañar que algunas situaciones tengan consecuencias indeseadas). Pero lo más importante es que nadie aquí es de una pieza: el profesor aparece como una figura heroica, sí. Pero también investida de una humanidad que hace que no sea inmune a errores capaces de arruinar, en dos segundos, el escaso rédito acumulado durante meses de trabajo. Lo mismo sucede con unos alumnos (extraordinarios todos ellos, pese a tratarse de actores no profesionales), capaces de granjearse nuestra simpatía a través de sus problemas domésticos, o desesperarnos por su obcecación en seguir el camino equivocado que les expulse de la partida.
De la misma forma, cualquier alianza entre los alumnos y el profesor se revela como frágil y fácilmente quebradiza, porque este último termina solo frente a ellos, frente a sus mismos compañeros y a la dirección. ¿Lo mejor de la cinta? Que no tiene ninguna moraleja, que abre multitud de puertas sin ofrecer una solución, pero inevitablemente plantea una discusión ante los retos de una sociedad cambiante. Esto, en el caso francés, llega incluso a poner en cuestión valores que hasta hace poco se consideraban inatacables, como la propia conciencia nacional. “La clase”, así, se convierte en una de las películas más lúcidas, adultas y apasionantes en mucho tiempo sobre un tema tan tergiversado y simplificado por el cine como es el educativo.