En un pequeño pueblo rodeado de colinas, no muy lejos de Jerusalén, vivía un burrito llamado Simón. Era conocido por todos como el burrito del molino, ya que cada día ayudaba a su dueño, Elías, a cargar sacos de trigo, leña y agua. Tenía el pelaje gris, orejas largas y una mirada tierna. Era obediente, fiel y siempre dispuesto a servir.
Aunque Simón era un burrito humilde, guardaba un deseo profundo en su corazón: hacer algo importante en la vida. Cada noche, cuando todos dormían, miraba las estrellas y se preguntaba si su existencia tenía un propósito mayor.
Elías lo quería mucho, aunque no entendía aquellos sueños.
—Simón, eres un gran trabajador —le decía acariciándole la cabeza—. Y eso es más que suficiente.
Pero Simón, con su corazón esperanzado, soñaba con algo más grande.
El día que cambió su vida
Una mañana de primavera, mientras el sol iluminaba los caminos de piedra, Simón estaba atado cerca del molino, como siempre. De repente, dos hombres se acercaron. No eran del pueblo, pero sus rostros reflejaban bondad.
—Este es —dijo uno, señalando a Simón.
—Sí, el Maestro dijo que hallaríamos un burrito atado, en el que nadie ha montado —respondió el otro.
Simón los observó curioso. Cuando comenzaron a desatarlo, Elías salió de casa y preguntó:
—¿Qué hacen con mi burrito?
Uno de los hombres respondió con voz firme pero serena:
—El Señor lo necesita.
Elías se quedó en silencio. Algo en esas palabras le dio confianza. Asintió con la cabeza y dejó que se lo llevaran.
El encuentro con Jesús
Simón fue guiado por caminos desconocidos. Los hombres lo trataron con ternura, hablándole suavemente. Al llegar a una colina desde la que se veía Jerusalén, un grupo de personas los esperaba. En medio de ellos había un hombre de mirada profunda y sonrisa llena de paz. Era Jesús.
El Señor acarició con amor el lomo del burrito y se montó sobre él con la ayuda de sus discípulos. Simón sintió una emoción inmensa, una paz que no conocía. ¡Estaba llevando al Hijo de Dios!
La entrada triunfal a Jerusalén
Mientras descendían hacia Jerusalén, la gente se agolpaba en las calles. Niños, ancianos, hombres y mujeres gritaban:
—¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!
Agitaban ramas de palma, ponían sus mantos en el suelo, y aclamaban a Jesús como un Rey. Pero ese Rey no iba en un caballo ni en un carruaje lujoso. Iba montado en un burrito humilde: Simón.
—¿Por qué me eligió a mí? —pensaba.
Entonces, algo le susurró en su corazón:
“Dios no elige lo que el mundo considera grande. Él mira el corazón. Y lo sencillo, lo humilde… es lo que Él usa para mostrar su gloria.”
Simón siguió caminando con paso firme. La carga no pesaba. El amor de Jesús lo sostenía.
El corazón humilde que sirvió a Dios
En medio del bullicio, un niño señaló a Simón con emoción:
—¡Mamá, mamá! ¡Ese burrito lleva a Jesús! ¡Quiero ser como él!
Simón no podía hablar, pero su corazón rebosaba gratitud. Comprendió que su gran misión no era una fantasía: estaba siendo instrumento del Señor.
Al llegar a la ciudad, Jesús desmontó y lo acarició con ternura. Ese gesto fue más valioso que cualquier trofeo. Luego, los discípulos llevaron a Simón de regreso a su hogar.
Un recuerdo eterno del Domingo de Ramos
Desde aquel día, Simón volvió a su vida sencilla en el molino, pero algo había cambiado. Cuando la gente lo veía, decían:
—Ese es el burrito que llevó al Maestro.
Y él, con el corazón lleno, recordaba cada momento junto a Jesús.
Cada Domingo de Ramos, cuando los niños caminan con palmas y cantan Hosanna, la historia de Simón vuelve a brillar. Porque en lo más profundo del cielo, un burrito humilde sonríe, sabiendo que Dios hace cosas grandes con quienes están dispuestos a servir con amor.